miércoles, 19 de marzo de 2014

El despacho fantasma


Es cierto que quienes no somos funcionarios y tenemos que cruzarnos con alguno de los que dan mala fama al gremio tenemos algunos prejuicios y resquemores acumulados y algunas conductas nos resultan curiosas.

Lo curioso, por supuesto, es que funcione algo. Nos sentimos en ocasiones, más que en una novela de Kafka, víctimas de un "Kafkarrillo", más adecuado a algún humorista de nuestra tradición más surrealista como Arniches o Jardiel Poncela y lejos de una "Kafkería" que evocase las imagenes que George Orwell o Michel Foucault han puesto en nuestra mente.

La idea del estado burocrático opresivo que entierra a los seres humanos entre papeles, firmas, pólizas y certificados. Un estado tan sobredimensionado que empequeñece a la persona y que resulta aterrador, a veces es sobrepasado por una estampa más cañí, en la que no te puedes atrever a creer lo que estás viendo. Trasciende lo terrorífico y cae en lo ridículo, en el esperpento que nuestro Valle Inclán tan bien supo retratar, en el "vuelva usted mañana" del Mariano José de Larra que se estrellaba contra las ventanillas de la administración española.

Es claro que parte del funcionario patrio no es un ejemplo del modelo weberiano: un instrumento al servicio de la eficacia del estado. La imagen que se viene a la mente es más bien un aparato mal engrasado, oxidado, con piezas de más en su diseño y donde algunos elementos sueltos atascan el mecanismo y lo inmovilizan parcialmente obligando a otras partes a forzarse y desgastarse.

No quiero hacer con ello una apuesta por la privatización, externalización o concertación de los servicios de los que el estado debe tener el legítimo monopolio pues, al menos en este país, suele suponer un empeoramiento y una vuelta de tuerca surrealista a las situaciones ya de por si bastantes oníricas.

Como muestra un botón. Una vez me contaron la historia de un departamento de un hospital madrileño en el que trabajaba mucha gente.

No importa que hacían, era una de esas funciones que en los años sesenta ocupaban a un gran número de trabajadores y para el que había un cuadro muy extenso de jefes y supervisores (varones, claro, no es un despiste en el uso de un lenguaje inclusivo y coeducativo). Eran funciones imprescindibles para el hospital, limpiar, hacer la comida o mecanografiar los documentos garrapateados por la secretaria (mujer, eso es) de la autoridad competente.

No importa si fue la gradual entrada de los servicios de catering, de las contratas externas de limpieza o de algo tan definitivo para la paz espiritual del funcionario medio como los ordenadores, pero con la llegada de la democracia se nombraron nuevos cargos, no ya jefes, sino coordinadores (aún no coordinadores/as), que sustituían a algunas personas nombradas arbitrariamente por los largos tentáculos de control del partido único del régimen franquista.

Los mecanismos de sustitución no fueron, lamentablemente, tan limpios y democráticos como sería deseable para la nueva democracia, pues muchos de ellos accedían a los cargos con el carné del partido o del sindicado en la mano con no mejor criterio que aquel que había permitido entrar a otro en los años cincuenta desfilando al paso de la oca y con la mano extendida en saludo al dictador. En algún memorable caso, el tecnócrata franquista corrió a afiliar a su hijo al sindicato o partido adecuado para mantener los "derechos de sangre" sobre el sillón familiar.

A finales de los Ochenta el panorama empieza a complicarse y la desaparición de los servicios de estos jefes o coordinadores de servicios, juntamente con las inevitables purgas de los cuadros (ligada a los cambios de partido político en el gobierno cuando los ascensos y promociones están condicionados a la posesión del carné) dejaron una serie de despachos con personas dentro que debían coordinar a un personal inexistente bajo la supervisión estrecha de unos superiores cesados y nunca sustituidos.

El resultado es que hay una serie de “jefes”, que hace tiempo que nadie sabe de qué lo son, que cobran puntualmente sus sueldos, trienios, pagas extra y complementos de productividad y que, sin funciones, horarios ni supervisión, han descubierto hace años que, como nadie sabe que es lo que hacen, no tienen que hacer nada, como nadie sabe donde deben estar, no tienen que estar en ninguna parte y, de hecho, se quedan en casa y se limitan a pasarse por allí de vez en cuando para escapar del tedio que produce la excesiva ingesta de televisión matutina.

(c) 

Recientemente se hicieron obras en el hospital, que había padecido numerosos arreglos parciales a lo largo de los años en sus entrañas, tirando un tabique por aquí y levantando otro por allá y nunca de una forma demasiado coordinada, pues cada departamento y servicio era sometido independientemente a estos liftings que maquillaban parcialmente (o lo pretendían) la evidente vejez del conjunto.

Estos arreglos parciales habían hecho que se levantara un tabique tapando la puerta de un despacho al que, abandonado a los planes de otro departamento, nunca se le practicó una entrada por el otro extremo como se había supuesto por parte de los avispados promotores del tapiado.

En las obras recientes y tras contemplar intrigados la posibilidad de un muro de cinco metros de grosor, los dos trabajadores rumanos que asomaron sus atónitos rostros por el agujero pudieron contemplar, con no menos asombro que Howard Carter introduciendo la linterna para ver el interior del sarcófago del rey Tut, un despacho enmoquetado con una hermosa mesa de roble y una biblioteca especializada, aunque algo desfasada, en medicina nuclear.

Corre el rumor de que aún hay otro despacho fantasma donde quedó emparedado durante una cabezadita uno de esos “jefes de nada” que no ha sido visto nunca más por el hospital, pero que sigue cobrando religiosamente cada fin de mes. En las duras noches de guardia dicen los residentes de primer año que se le oye con una voz fantasmal tratando de rellenar un fantasmal crucigrama: “cinco letras, empieza por K, escritor checo atormentado…”.

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